Por Juan Gargiulo

Nací un 6 de Abril de 1928 en Montañeses, entre Nahuel Huapí (hoy Ugarte) y Guanacache (ahora Roosevelt). Montañeses era arbolada como todas las calles de barrio y tenía casas modestas porque era un barrio fabril. Donde hoy está Fleni, funcionaba la textil Campomar. Hacia Juramento estaba la grabadora de discos Odeón, luego reemplazada por H. Packard. Estaba el famoso restaurante “Tomo 1” en una casa colonial en la esquina de Monroe y Montañeses. En la década del 30 hacía su recorrido la línea de colectivos 29, de color amarillo. Por su adoquinado pasaban los carros con sus cargas arrastrados por los caballos percherones. También lo hacían camiones cuya tracción era a cadena.

Por ella en mi infancia, pasaban vendedores ambulantes con su oferta de todo tipo. El afilador con aquellas ruedas de madera empujadas a mano, verdaderas máquinas de afilar, anunciándose con su clásica flauta. El barquillero con su mágica ruleta. El manisero soplando su corneta de bronce, con una locomotora y una variada oferta de manzanitas, pochoclos y maníes. El pirulinero se hacía notar con su silbato. El heladero en triciclo. El lechero que repartía lácteos y derivados a domicilio. Cada actividad tenía su exponente callejero. Vendedores de ajos, gallinas, pavos, pescados, chinelas, leche recién ordeñada, el turco con su mercería al hombro, vajillas, canastos, sillas y demás en los carros de los mimbreros, vendedores de escobas y plumeros, trapos de piso, verduleros, fruteros, hieleros para las heladeras de hielo, casi no existían las eléctricas. Más los servicios, barrenderos, basureros en carros de madera tirados por caballos. Cobradores de la luz, gas, teléfono, cuentas varias. Deshollinadores en bicicleta o motos, vestidos de frac y galera. El cloaquero que por un abono, aparecía en las casas con todos los elementos necesarios para desinfectar sumideros, baños, desengrasar los depósitos de las piletas de las cocinas. El cartero pasaba hasta dos veces por día a quien se sumaban los mensajeros entregando telegramas, encomiendas.

Cuando llovía, nuestros barcos de papel surcaban la amarronada agua que corría pegada al cordón de la vereda. En las noches de verano no faltaba alguna serenata destinada a una buena moza de la cuadra, o el sonido del bandoneón de un chico que nos deleitaba en su aprendizaje. La calle fue presa de la mayor inundación en 1940, cuando las aguas del río llegaron hasta Arribeños.  Mi casa de Montañeses fue demolida.

Los sonidos, los ruidos, los olores se corresponden a cada época. Según el viento si era del río oíamos al tren Central Córdoba, hoy el Belgrano, y también por momentos nos llegaban las sirenas de los barcos, que navegaban más cerca de la costa que ahora, por la construcción del Canal Mitre y porque el río llegaba hasta el murallón de ladrillos que aún puede verse pegado a las vías, (No existía la Ciudad Universitaria ni el aeroparque) donde nos sentábamos con los pies colgando hacia el agua para pescar mojarras y bagres con cañas elementales, mientras a nuestras espaldas pasaban los trenes, coches motor plateados o los cargueros. Cuando la brisa era del lado opuesto, oíamos al eléctrico del Central Argentino, hoy Mitre. Estos sonidos diferenciados nos permitían pronosticar el tiempo. Llovería si provenía del este o despejaría si era del oeste. El aeroparque no existía y los aviones no perturbaban ni importunaban con sus ruidosos motores. Ni los goles ni la música de los festivales generados en un estadio aún no construido. Cantaban las aves, el tránsito modesto y nada perturbador. Sonaban las sirenas de las fábricas Campomar, las curtiembres, los lavaderos, la de sombreros Dominoni. Ellas marcaban los momentos del día. A su ritmo los obreros iban y venía en marcha rumorosa. No faltaban los cantos de los gallos, las urracas, horneros, cardenales, arrullos de palomas, las bandadas de teros. Las calles eran bien arboladas y las casas en general bajas.

Podría seguir contando anécdotas. Podría sumar personas, lugares, detalles, sin darles sentido histórico. Si se pretende historia, basta recurrir a la bibliografía disponible. Esto, avispado lector, tiene otro sentido. Lo cuenta, no un investigador minucioso sino un testigo, quizá algo privilegiado por la infancia que le tocó en suerte y por poder recordarlo sin grandes baches o lagunas que azotan las mentes de muchos ancianos. Esto, con matices sucedía en todos los barrios y desvirtuaría el objetivo primordial de contar lo que quise contar. Y eso, palabras más, palabras menos, ya lo conté.