En 1963 Francesco
Rossi estrena una película llamada Le mani sulla cittá, conocida
en algunos sitios como Saqueo a la Ciudad, protagonizada por Rod
Steiger. Ambientada en Nápoles, cuenta la historia de un
concejal corrupto que hace oscuros negocios con la especulación
inmobiliaria. En el apuro por concretar una obra, no toman las
precauciones necesarias y provocan el derrumbe de un edificio.
Entre las víctimas, hay un niño al que deben amputarle una
pierna. Sin embargo, el sistema político protege al
concejal-empresario de la condena que merecía.
En numerosas oportunidades hemos visto la reiteración de la
misma escena. En Buenos Aires, en La Plata, en otras grandes
ciudades, ante cada tormenta significativa, se caen edificios
linderos a obras nuevas, sin que nadie asuma la responsabilidad
de prevenir esos hechos. En zonas de fuerte ascenso de napas, el
agua subterránea destruye la tierra sobre la que se apoyan los
cimientos y los edificios quedan apoyados sólo por las
medianeras. Al demoler uno de ellos para levantar una obra nueva
y apuntalar los restantes en forma incompleta, se producen los
derrumbes.
Hay, por supuesto, una obvia ausencia del Estado. En Argentina,
el profesional que construye debe firmar un contrato por el que
se hace responsable de que no haya problemas. El Estado no
interviene para evitar un desastre. Sólo aparece después, si el
desastre se produce o si hay alguna denuncia. Y aún en esos
casos, su actuación deja mucho que desear.
Para dar un sólo ejemplo, una de las grandes torres emblemáticas
que se construyeron en los últimos años tiene más pisos de los
que el Código permite. Se trataba, apenas, de enviar un
inspector que contara con el dedo: 1, 2, 3, etc y comparara el
resultado con la cifra que tenía en la planilla, y ni siquiera
pudo realizar una tarea de esa complejidad.
Ni hablar de la calidad y cantidad de los materiales utilizados,
los criterios de diseño, las precauciones a tomar si se
construye en zona inundable o la protección de los edificios
vecinos.
El 12 de ocubre de este año, en la ciudad colombiana de
Medellín, se derrumbó un lujoso edificio de 24 pisos, a punto de
terminarse. Murieron cuatro personas y hubo gran cantidad de
heridos. El derrumbe se dio en el marco de un proceso de
privatización de funciones del Estado, por el cual se le dio el
control de las obras a profesionales privados, llamados
curadores. Muchos curadores terminaron vendiendo los permisos de
construcción, en vez de controlar las obras.
El escándalo consiguiente llevó a que el gobierno prepare un
proyecto de ley con controles más estrictos, donde profesionales
independientes deberán informar a las autoridades sobre los
planos, estado de ejecución de la obra, calidad de materiales,
riesgos potenciales, etc. Vean que el sistema prohibe que el
constructor se controle a sí mismo (“sistema de yo con yo”),
como ocurre en Argentina. Por supuesto, podemos coincidir o
discrepar con los criterios que allí se enuncian y preferir un
control más centralizado.
Pero lo que me parece importante es señalar que el Estado debe
tener una responsabilidad en prevenir los riesgos cuando se hace
un edificio, y no solamente constatar que se vino abajo cuando
el desastre ya ocurrió.
Antonio Elio Brailovsky |